Aún sueño en polaroids

Aborto legal, seguro y gratuito.

lunes, 16 de mayo de 2011

Zapatero descalzo, juicio a los pies de la Reina.

Haciendo los zapatos de la Reina, cualquiera puede darse el lujo de piecitos fríos. ¡Pero cuanta ignorante satisfacción me causa verlos en sus diminutos, suaves y cálidos pies! ¡Cómo los lleva! ¡Cómo los deja ver por debajo de su enorme traje de caras telas!
Y algunas noches mientras los hago, juego a probármelos, y ser ella. Juego a saludarte, y a llevar vestidos, llevar puesto el lujo, la hipocresía, la muerte, la elegancia, la esclavitud, la realidad. Y me tiño de azul y negro, y los piecitos se me lastiman, y lleno de horribles ampollas los piecitos de mi gente. Me hacen doler, ¡y cuánto! No lo soporto, me los quito y los coloco en el soporte, y los sigo haciendo. Pies fríos, ¡qué alivio me dan! Pies fríos, todavía soy yo.













Lo descalzo de mis pies, el recuerdo de tu dominio.

miércoles, 27 de abril de 2011

Èl no elegirá ser yo

No sé en qué se convirtió, ni tampoco porqué decidió hacerlo. Durante mucho tiempo castigó su lengua y a varios con ella, hizo juicios de valores con meticuloso infantilismo, y hasta se metió en cuevas ideológicas ajenas. ¿Qué sucede cuando lo que lo marca a uno, lo marcara entonces para siempre?, se preguntó. Iba lentamente (y a veces tan rápido que su adquisición le costaba admitir) adquiriendo características, rótulos, formas, copias y modificaciones de otros seres, que se afichaban en su piel y su timbre. ¿Cómo cambiar los tatuajes? ¿Cómo eliminar las cicatrices? ¿Cómo arreglarse el corazón? Las preguntas giraban y giraban al rededor de las falanges de su cerebro. El tiempo rasgaba las verdades y su depresión creció hasta ser lo único. 
¡Tantos saberes, tantos libros, tanto conocimiento, tanta información, tanta búsqueda de la perfección! Pero en ninguno de ellos logró encontrarse ni a sí mismo ni a su azul decisión. El teléfono de la experiencia no paraba de sonar, pero atenderlo sería remarcar los errores, pero atenderlo era admitir la derrota de los malditos rótulos indeseados (carátulas manchadas con verdades que avergüenzan). Atenderlo sería vivir.

Nota suicida. Redención.

YO NO ME PUEDO MORIR. NO.
Y sin embargo desaparezco.
Y sin embargo me desvanezco. 

YO NO ME PUEDO MORIR. 
¡Un minuto, uno más!

Permítame agradecer antes de arrebatarme. Permítame decir que amo sus té después de comer, que de ella adoro los gritos cuando me reprende, que me gusta el intento de desinterés de él, y que me desvivo por sus consejos y su forma de hablar. Que no me contengo en querer escucharlas reír, que me llenan sus juegos sus intensas palmadas de amistad, que aprecio sus tremendas ganas de enseñarme de la vida. Que los adoro arrugados, jóvenes, simples, vivos. Que agradezco, si el tiempo me permite, haberlos tenido, haber pasado por sus vidas. Gritar que me gustan las charlas, sus encías y lo achinado de sus ojos al reír, el amor bruto. Lo que fue y no puede ser más. 

Silencio, miro el vacío. 
Con desesperación:
¡Espere, espere por favor! Aún hay más. Permítame disculparme, por contradecir cundo sabía que la razón no estaba de mi lado, por querer acaparar atención cuando no debía y simular no tener oídos, por dar vuelta la cara y pretender ser algo que no soy. Por gritar, patear, pegar, besar, maldecir, odiar, reprimir, perdón. Por dañar, cuando lo que se me entregó, fue amor.
Y de manera incuestionable disculpar con todo el peso del olvido las risas mentirosas, las palabras escondidas, los gritos necesarios, los golpes, los besos, las letras, las mentiras, los engaños, lo vil, el egoísmo, la voz. 

Sonrisa en los labios, las líneas del rostro tranquilas.
Cuando quiera. Cuando guste, señor. Arrebáteme, ahora ya no pesará sobre mí el daño. Ya viví. Fui feliz. Fui. Grité. Amé. Odié. Peleé. Defendí. Reí. Sonreí. Besé. Abracé. Miré. Admiré. Jugué. Fui, ya fui. 

Y los velos de la maldad, disfrazados de pecado, acarician las venas, la cara, los pies, el vientre. Y caen. Una grieta sobre la sien, abre paso sobre el cuerpo. Caen los delimitados espacios de piel. Se derrumban los músculos. Se va la sangre. Se pulverizan los huesos, la mente deja de imaginar, para pasar a vivir. El negro se vuelve agua y los recuerdos, burbujas. Los ideales, viento. Para llegar a los demás y persistir por siempre, sin fronteras ni puntos muertos. El alma espera vaga, la llegada de un ser, para inundarlo. 

Listo.

Sí. Ya puedo morir. 

Otra estúpida declaración de un juicio inevitablemente justo.

Y otra vez entro en pánico. Y otra vez me olvido de quien soy, de donde vengo, a dónde voy. Otra vez deshago , más bien, corto lazos para luego querer colgar mi cuello de una soga o simplemente desaparecer. ¿Por qué? No lo sé. ¿Por qué reacciono así? Menos sé. Son tormentas de desapegos que intento evitar, pero son inevitables. Y tienen un solo ser como culpable. 
Es esa horrible isla a la que le temo, es esa horrible fotografía de arena y más arena rodeada de millones de partículas de inatravezable eternidad a la que deseo evadir. NO. No puedo siempre caigo en ese pozo. Y cada vez me cuesta más salir. Y cada vez es más díficil remar. Es cada vez más espesa ese agua. 
Las frecuencias de la piel que marcan tu camino son cada vez mas odiosas, mas detestables. Es un asco la impotencia de saber que se aborrece a ese inevitable destino, en el cual seguro acabaré. El cosmo, las estrellas, las partículas de aire que rozan nuestro ser, los hechos- esos malditos hechos- definen quienes somos. Y los míos son malos. ¡La puta que son malos! Y ¿qué carajo hacemos?, ¿qué hacemos frente a lo inevitable? Resulta imposible cambiar el camino pasado, pero ¡cómo cuesta cambiar el camino futuro!. Estos sucesos son producto de vivencias, de experiencias, saberes, cuadros, ideales, ideas, indicaciones, ordenes y más vivencias. Y ¿cómo hacer caso a omiso a ellas? Es olvidar todo tipo de educación pasada que uno haya tenido. Y yo, disculpen la crueldad y realismo de mi declaración, pero NO SOY CAPÁZ DE HACERLO. Ya no tengo coartada. Mi juicio acabó hace tiempo ya, y resulté ser declarada culpable.

Declaración de un verano invernal

¿Y Qué clase de gente somos? ¿Qué clase de hombre eres? ¿Qué clase de mujer soy? ¿Qué somos al actuar así? Monstruos de la noche, víctimas de una droga que quema por todo el cuerpo, el frenesí, la excitación, el descontrol. Caníbales. Víctimas culpables de los hechos. Víctima es solo una careta que usamos para disfrazar a la noche y a sus diablos de belleza y amor. Estúpidos y cándidos nos mostramos como pequeñas e inocentes ovejas ante la argentinidad nocturna. Nadie te la cree, de hecho.
Y uno termina sus heroicas hazañas, orgulloso ante la insaciable sociedad. Camina unas cuadras por sí solo, y comienza a entender, como si cada paso fuera una ficha cayente, como si cada baldosa sea otro premio para el entendimiento. Y así uno entiende, no, más bien, detesta, cada vez más, la frialdad de la noche. Aborrece la neutralidad de los actores. La nula impregnancia de los sentimientos en la piel de los vivientes. La humedad irritablemente deseada de los besos mal dados, las caricias sin sentido ni sensibilidad alguna. Y te sentís desgastado. Desgastada el alma. La piel parece plástico; los ojos, unas meras pinceladas; los labios, servilletas descartables; y el amor, el amor acá no tiene un lugar. El amor acá, es mal llamado amor.
¿Y qué es lo que uno quiere? ¿Qué es lo que uno realmente desea? ¿Queremos esta frialdad? ¿Es tan necesario este juego con los sentimientos? Es un póker donde no apostamos nada. Plasmamos una eterna pelea, en la que gana el menos comprometido. Es miedo, sí, es miedo. Ya no creo en respuestas como el tiempo, la edad, el momento, la modernidad. Es terror, el embrollo que trae el amor. Es temor, al pasado dolor causado, a las experiencias no gratas vividas. Pero miran, realmente no ven. No ven la gratitud real de las vivencias. No ven la belleza de haberlas vivido. No se tiñen de experiencia, y así lanzarse a un nuevo vacío, a vivir sin miedo una nueva situación. Con otros ojos. 
Y es que quiero vivirlo sin temor. Y es que quiero tirarme sobre el húmedo pasto a mirarte. Y contornear con mis ojos tus líneas. Y mirar el cielo, y sentir que estoy en él al volver a observarte. Y que congelemos las miradas en el otro. Y detener el tiempo. Vivir la eternidad de ese momento. Y estremecer mi mano hasta sentir la tuya. Sentir que los ojos se tildan, que las pupilas son la fuente de vida eterna de cada uno. Sentir que ya nada importa, que el tiempo, la realidad, las personas, nada existe a mi alrededor. Sentirme libre de volar y caer. Sentirse deseoso de lazarse de un precipicio, sin importar la destrucción de los cuerpos. Solo las almas. Solo el sentir. Y comprometer a la vida hasta el último átomo o célula. Y dedicarse a ir muriendo lentamente. A sentir como envejeces, como el tiempo va pasando y se nos va llevando a los dos, se va llevando los momentos, se va llevando los minutos. Minutos que vivieron escritos por nosotros. Y sentir esa desesperación de querer alisar la piel, y desesperarse aún más por el poco tiempo que resta. Y querer compartirlo todo, hasta la última gota de aire que se respira. Y vivir ese arte de amar, de sentirse necesarios, y necesitados del otro. Y pensar a la muerte como una etapa más, donde lo que después vendrá es un paraíso de oportunidades para los dos. 
Vivir la vida desenfrenadamente, eso quiero. Vivir y que no importe si estoy viviendo o no. Morir, sí morir y no en vano si es por amor. Si igualmente, uno ya está agonizando al dejar que el tiempo acuchille nuestra piel con su andar. Si indistintamente, entonces ya estamos muriendo. 

Un cuento que alguna vez escribí

Mi historia es mía y de nadie más. Eso es lo que al menos no me pudo quitar. Pero compartirla me va a hacer bien. Eso espero. 
La mañana del 18 de junio me dirigí al almacén de en frente, dispuesta a hacer mis compras matutinas. Me atendió la misma gorda antipática de siempre que al llamado de la campanilla de la puerta calzaba su cara de perro buldog y se levantaba de su cómodo sillón a atenderte. No me sorprendió que me de el kilo de pan sin bolsa, por eso di media vuelta y me fui sin protestar. Ya estaba acostumbrada.
El día olía a tierra mojada mezclada con libertad. No tenía para hacer más que ayudar a mi vieja en la cocina. Pobre vieja, siempre dedicando su vida a mí, por eso yo la ayudaba. Pero en fin, era temprano y todavía no se iba a poner a cocinar, así que entre de manera silenciosa a casa, le deje las compras sobre la mesa y le grité que me iba a caminar. No se si me escuchó, pero qué importaba, era una mañana con olor a libertad.
Paseé por las calles de mi barrio, saludé viejos vecinos que hacía mucho no los veía, llegué a la placita y me columpié en la hamaca. Me traía buenas imágenes de mi niñez. Observé el cielo detenidamente imaginé cosas en las nubes y comencé a balancearme, más, más cada vez más. Me di cuenta que la fuerza con la que me estaba columpiando, ya no era propia de mi balanceo, había un tercero. 
- ¡Hola!- escuché que alguien gritaba en mi oído.
Di un salto que me desequilibró y terminé en el suelo. 
- Perdoname, no te quería asustar. Soy Amador. ¿Vos?- dijo la voz que me había hecho brincar.
Tardé en responder. En realidad, en ese momento no me percaté de su pregunta. Me había perdido. Sí, creo que en sus ojos. Eran de color miel. Dejó entrever sus dientes al sonreír, ¡qué sonrisa más perfecta! En ese momento me creía partícipe del paraíso, donde la única que observaba era yo. Los oxidados juegos se convirtieron en hermosas fuentes de agua, los horribles tordos en dulces ruiseñores, el pasto barroso eran coloridas flores que formaban un suelo uniforme y bello. 
- Bueno che, no pensé que te iba a asustar tanto.- siguió diciendo mientras sonreía.- En fin, como no me vas a decir tu nombre muy fácilmente voy a acceder a él preguntando letra por letra. Haber… ¿Con cuál empieza?
En realidad, no se qué era lo que me pasaba, simplemente me había quedado muda. 
- Tampoco me vas a decir la primer letra… obstinada resultaste ser che. Bueno… al menos decime, ¿vivís por acá?
- Teresa- dije por lo bajo, estática, como sumergida en mi mundo.
- ¿Él qué? – preguntó, había escuchado pero le sorprendió que se lo haya dicho.
- Teresa, me llamo Teresa.- logré articular.
Pasé la mañana conversando con el extraño de ojos de miel. Bueno, no hablábamos, él solo hablaba y yo le respondía muy poco. El “shock”, me había durado bastante.
Me di cuenta que ya era tarde, debía ayudar a la vieja. Lo saludé con un beso y me fui corriendo sin decir adiós. No se por qué hice eso. Me arrepentí demasiado y me consideré una estúpida, seguramente no lo iba a volver a ver jamás y me había despedido de esa manera tan irrespetuosa y poco madura.
La misma noche que lo conocí, un amigo de la amiga de mi amiga (esos que uno nunca termina de conocer. Ciertamente no sabe quienes son ni tampoco le interesan) hacía una fiesta en su casa. Pensé en ir, ya que mi relación de conocidos actuaba de free pass. Me puse lo primero que vi, y salí para la casa de este buen amigo. 
No tenia esperanzas de pasarla bien, y tampoco le puse muchas ganas. Llegué, busqué algún conocido, alguien con quien pasar el rato hasta que llegaran todos. Me dirigí a servirme algo para tomar y ahí fue cuando lo vi. Tenía los bordes del vaso de cerveza tapando mi nariz y mi boca. Otra vez el shock. Sentí algo mojado. Era la fría bebida que se había derramado en toda la remera. Entre puteadas y maldiciones traté de secarme con el intento de trapo que había sobre la mesa…
- ¿Te ayudo?- otra vez alguien me gritaba en el oído, tenía el mismo timbre de voz, no tarde en reconocerlo.
- Emm… - lo miré y volví a mi remera diciendo – ¡si seré torpe!- 
Creo que se rió y me susurró un “sos muy linda” al oído. Mis ojos brillaron y no pude mirarlo. Este es el momento en que las cosas comienzan a complicarse y todo se da vuelta.
Recuerdo solo algunas imágenes de lo que pasó pero voy a tratar de explicarlo. Creo que me besó y me sedujo, tomamos más y más. Nos fuimos a un lugar mas apartado, para que “nadie nos moleste”, según él. Ya no sabía que hacía y lo acompañé. Él estaba sobrio, sin duda que lo estaba, me dio otro beso y otro más. Nos recostamos. Le dije que me dolía la cabeza y saco del bolsillo una pastilla “Te va a sacar todo el dolor, no vas a sentir nada”. La tomé, no sé por qué, pero en ese momento confiaba en él. Todo me dio vuelta, recuerdo un mareo y que las cosas giraban a mi alrededor. Me dijo te quiero y que quería estar conmigo de verdad, que su corazón pertenecía a mi y que se yo que otra sarta de mentiras que en ese momento creí. Me desprendió la camisa. Note claramente que sus intenciones eran muy diferentes a las mías. Me había drogado, pero no era estúpida. Le dije que no y opuse resistencia. Me miraba con sus ojos color miel (que ahora eran rojos), mientras todo lo desgarraba, mi short, mi corpiño, hasta mi ser. Me quitó lo único de lo que era dueña, y no había podido hacer nada. Logré que uno de mis puñetazos termine en su nariz, recogí lo que quedaba de mi ropa y huí. 
La mañana siguiente amanecí bajo las hamacas de la plaza. Me sentía muy mal, una acidez recorrió mi garganta y vomité. Comencé a llorar al recordar vagamente lo ocurrido esa noche. Corrí hasta casa sin parar, en unos momentos estaría a salvo. Llegué y me encerré en mi dormitorio. Ya no quería recordar, pero las imágenes venían a mí una y otra vez. Mi camisa, mi short, mi virginidad. La vieja tocó la puerta y me preguntó si estaba bien. Respondí que sí, total, no iba insistir mucho más, ya se tenía que ir a trabajar y no volvería hasta la noche. Para ese entonces ya se habría olvidado. 
Desde ese evento, solo salía de mi habitación para comer o para hacer mandados. Pasó una semana, dos y tres. Me sentí rara, sensible, e ida. 

Dejé de leer mi revista y me incorporé. No. No podía ser. Corrí al almacén atendido por la mujer cara de aburrida. No me daba para pensar en lo novios que le hubieran hecho bien que tenga o lo que necesitaba para cambiar ese estado tan abrumador y poco envidiable, mi objetivo era otro. Busqué una de esas cajitas rosas, con dibujitos estúpidos de flores que en esos momentos no te servían para tranquilizarte sino para aumentar tu euforia y desesperación. Tomé la que me pareció más efectiva y se la pagué a la gorda. 
- ¡Já!- se río burlándose – sabía que un día de estos te iban a llenar el bombo mijita, yo sabía.
La miré con desprecio, no se merecía mis insultos, gorda insulsa mediocre. Salí corriendo, crucé la calle, luego el zaguán, entré al baño y cerré la puerta con todo. POSITIVO. Maldije a todos los santos, seguí por Dios y luego por María Santísima, ¿Por qué a mí? Me había olvidado de alguien, sí, de ese monstruo, el creador de mi infortunio. Amador te maldije, mil veces te maldije. ¿Cómo un nombre que abarcaba tanto podía ser portado por un ser tan inhumano? ¿Cómo se lo explicaba a mi vieja? ¡Pobre!, siempre haciéndose cargo de todo, primero llevando la familia adelante luego de la huída de mi viejo, después con mi hermano que se fue de casa, y yo ahora le venía con eso. Lloré, tanto que al final de la noche ya no tenía más lágrimas por derramar. Me odié tanto y lo odié a él. Sobre todo a él, había abusado de mí, drogada y alcoholizada. ¡Qué ser tan poco digno de sentir amor!
Oí la puerta, era mi madre. Debía decírselo algún día, en unos meses lo iba a empezar a notar…

-¡¿QUÉ?!- gritó. Nunca había visto dibujado ese rostro en mi madre. Era sorpresa mezclada con decepción.
Sin dejarla hablar, corrí a la calle y me escondí en un edificio en construcción que había en la otra manzana. Rompí en llanto, sabía que lo que estaba haciendo no estaba bien, escaparse no era lo correcto.
-Y… ¿Qué tenés pensado hacer?- escuché una voz en off que provenía de un montículo de arena. Era mamá. – Lo pensás tener me imagino. ¿No es así?-
-No fui yo- solo pude decir.
-¡A no! ¿Entonces de donde sacaste lo que tenés ahí?
- Quise decir, no fue mi culpa.
- Mirá Teresa para que te pase lo que te pasó se necesitan dos personas, la culpa es comprarti…
-ME VIOLARON.

Sobreviví. Nueve meses lo tuve en mi panza a ese engendro. Era la prueba fehaciente de un acto irracional y repugnante. Todos los días me acorde de Amador. Todos los días venían a mi cabeza esas imágenes de mala madre. Por las noches no quería dormir, soñaba con los hechos y despertaba llorando, sofocada. Todos los días eran un motivo más para querer morir. Y llegó el día. Y lo tuve. Y lo vi. ¡Cómo lo odié! En su rostro, dos ojos color miel me miraban. Era SU mirada, aquella que una vez uso mientras me violaba. Mi corazón se llenó de ira y por mi garganta corría un fuego que quemaba hasta la más mínima gota de sangre.
Me dieron el alta y me fui para mi casa. Sentada en mi cama lo escuché llorar, me levanté y fui hasta él. Esos ojos, de nuevo me miraban. Ya no podía soportarlo, tomé la almohadita; no podía cargar son el peso de seguir viendo a los ojos a ese mal nacido el resto de mis días, la coloqué sobre su rostro; ¡No!, no quería revivir ese episodio cada vez que me miraba, ¡No!; Lo maté. 



>La Autora.

Es que esto viene y va, zum zum, chá chá.

Buenas noches. 
No sé para qué ni para quién me encuentro escribiendo esto, simplemente me encuentro. Llevo una década y un poco más de y media en vida, y nunca cómo hoy la sinceridad del ocaso se había plantado en mi puerta. Dos cosas, sólo dos situaciones, inesperadas, intrépitas, y estúpidas se presentaron para que yo las viva. Situaciones que no vale la pena contar su contenido, sino su efecto. Diferente hora, diferente momento, diferente acción, mismo día, diferente yo. Pero vayamos al grano. Su consecuencia, fue y es nada más ni nada menos, que la valorización. 
Ya presumí lo corto de mi vida, o me avergoncé de lo poco de mi experiencia; el caso es que no sé a dónde voy, ni qué es lo que realmente quiero, tampoco me importa de dónde vengo, pero sí que mucho lo que fui. Los momentos siempre estuvieron completos de tintes de falsedad, hipocresía, frialdad, mentiras, máscaras. Yo por otro yo. Pero nunca una gota de pasión. El miedo a entrometerse ha marcado cada uno de mis pasos. Ese horrible y esclavo intento de simular otra edad, de parecer llevar una adultez a cuestas, esas miles de expresiones frías que no querían ser más que un fuerte grito de libertad. Libertad de lo que era, de lo que me había convertido. Y no sé si esta confesión pueda llegar a seguir con el hilo de lo que tipeo, simplemente, necesitaba expresarlo. Y la arrogancia y el ego siempre resultaron buenos amigos, pero no lo eran para mí. Fueron terribles muertos, sombras que no perdían mi rastro, de las que sólo en estos minutos, pude invitarlas a cenar. Es que crecer con la mentira, la mentira de tu ser idealizado en todo su universo, es el veneno peor del ser humano. Sí, me inventaron, me crearon, me dibujaron. Me hicieron creer que todo podía alcanzar, y todo podía tener, ¡qué error! Pero puede que tal vez, ese, no sea mi deseo. Decidir un poco, pero decidirlo yo. Y que cada paso que venga, sea la marcada firmeza del anterior, y los que vendrán serán la victoria ante la indecisión. Después de todo, soñar es gratis. (Eso me dijeron) 
Pero, como ya divulgué, nada de esto puede llegar a tener coherencia, son simples verdades. Y aunque sientas lector, que el texto no sabe a dónde va, entonces he logrado mi objetivo. Poder compartir un poco de esta mezcla del interior, que retumba y marea, y marea. Marea.
Si por otro lado, has sido tan listo cómo para entrever hacia dónde se va, entonces amigo, sabés el camino. 
La cuestión es dejar de pensar el mareo cómo la característica de la juventud, para pensarlo en límites de persona. Hasta algunos adultos, pueden pararse para mirar atrás y no ver nada. Eso vi. 

¡Cuánto puede hacer una mínima vivencia! La impensada confesión de la más arrogante, hasta el recuento de cada una de las cosas que pasaron por su vida. Una mínima mirada hacia atrás, puede cambiar los ojos con que vas a mirar hacia adelante. Poder ser capaz de aceptar, cuánto me gusta levantarme temprano, para luego desear con ansias una siesta; cuánto me gusta verlos correr y luego contarles una historia que agigantan sus ojos pero que a la otra noche seguro no recordaré; cuánto me gusta que el pasto me inunde y el sol rasguñe la cara; cuánto disfruto verte sonreír y que te llenes de nervios al no poder concretar una idea; cómo me gusta lo viejo de su cara y el azul del cielo; cuánto espero el té de después de comer y los mates a la tardecita; cómo me gusta escucharlas hablar de utopías y futuros; y cuánto adoro su convicción y testarudez; lo desinteresado de su voz y el interés de sus ojos; lo egoísta de sus acciones y el amor de sus abrazos; los films que te modifican y los pasteles de su amistad; la experiencia en sus arrugas y lo blanco; las marcas del pasaje a otra vida, o a nada; las vidas sobre otras vidas y vida, más vida. 

Vida, la valorización querido lector, de la vida. 


Toda incertidumbre, llega a buen puerto.

La cultura del terror/2

La Extorsión,
el insulto,
la amenaza,
el coscorrón,
la bofetada,
la paliza,
el azote,
el cuarto oscuro, 
la ducha helada,
el ayuno obligatorio,
la comida obligatoria,
la prohibiicón de salir,
la prohibición de decir lo que se piensa,
la prohibición de hacer lo que se siente,
la humillación pública
son algunos de los métodos de penitencia y tortura tradicionales en la vida de la familia. Para castigo de la desobediencia y escarmiento de la libertad, la tradición familiar perpetúa una cultura del terror que humilla a la mujer, enseña a los hijos a mentir y contagia la peste del miedo.
los derechos humanos tendrían que empezar por casa- me comenta, en Chile, Andrés Domínguez.

Eduardo Galeano. El libro de los abrazos. 



(Aplausos)

Como agua para chocolate

"La cebolla tiene que estar finamente picada. Les sugiero ponerse un pequeño trozo de cebolla en la mollera con el fin de evitar el molesto lagrimeo que se produce cuando uno la está cortando. Lo malo de llorar cuando uno pica cebolla no es el simple hecho de llorar, sino que a veces uno empieza, como quien dice, se pica, y ya no puede parar. No sé si a ustedes les ha pasado pero a mí la mera verdad sí. Infinidad de veces."